El cuento de las criadas

Está a horcajadas, encima de la cama y grita, rota de dolor. Alrededor hay otras criadas y algunas esposas. A unísono, remarcando la importancia del macabro ritual, corean: "¡empuja, empuja!" "¡Inspira, inspira!" Detrás de ella, con las piernas abiertas, rodeándole el cuerpo, la mujer del comandante. La doncella tiene contracciones, suda, llora y pega alaridos. Está pariendo. La esposa también grita, aprieta los dientes, hace fuerza. Pero ella solo finge. Simula que está pariendo. Cuando la criada por fin da a luz, inmediatamente separan al bebé de su cuerpo, se lo arrebatan y se lo entregan a la otra mujer, a la que cuidadosamente meten en una cama para que descanse con el recién nacido en brazos, como si de verdad lo hubiese alumbrado ella. En la distopía que Margaret Atwood inventó en El cuento de la criada en 1985, la explotación humana y reproductiva era llevada al límite. Tras un golpe de Estado, un grupo de fundamentalistas religiosos acaba con la democracia en Estados Unidos y lo convierte en Gilead, un régimen totalitario y misógino en el que las mujeres y niñas no tienen ningún derecho. Lo que han leído en la última frase, por cierto, ya está pasando en algunos lugares del mundo: ¿se acuerdan de Afganistán? Volviendo a Gilead, allí a las mujeres -por si no ha quedado claro con la nomenclatura: las dividen en castas según su utilidad- no les pagan por gestar y parir un hijo para otros. A las mujeres las secuestran, esclavizan y violan para garantizar la descendencia de la élite que, con mano de hierro, dirige el país.

La escena con la que comienza esta columna está sacada de la serie basada en la obra de Atwood y es tan violenta –no se ve ni una gota de sangre- que el mal cuerpo está asegurado durante varios días. Es ficción, dirán. Y sí, lo es. Pero seguro que se les vienen a la cabeza otras imágenes de famosos que han acudido a los vientres de alquiler y su alarde de ello también ha resultado escalofriante.

Margaret Atwood admitía que su obra mostraba una sociedad tremendamente cruel aunque, matizaba, no había nada en ella que los seres humanos no hubieran hecho alguna vez. No puedo estar más de acuerdo

Es curioso que, a pesar de que el feminismo lleva años poniendo el foco en el negocio de los vientres de alquiler, nunca antes se había generado un debate político y social tan intenso sobre el tema como estos días. Y eso, a pesar de la larga lista de personas conocidas –muchos de ellos hombres- que han acudido a este procedimiento para ver realizado su deseo de ser padres o madres.

Como ocurre con la prostitución, quien defiende esta práctica suele echar mano de la libre elección de algunas mujeres para hacerlo. Ni ahora ni nunca ha cuestionado el feminismo las decisiones individuales. Pero nadie puede negar que vivimos en un sistema capitalista en el que, con dinero, todo parece comprarse. Una especie de mercado neoliberal gigante en el que los billetes marcan el ritmo y los límites de cada persona. Eso perpetua una sociedad machista, racista y clasista que mantiene atrapadas en el último escalón a las personas más desfavorecidas: las mujeres pobres. Las que no ven otra opción que alquilar su útero a cambio de dinero. Hablar, por tanto, de libertad de decisión y precariedad en la misma frase resulta tan contradictorio como un oxímoron.

Por otra parte, asumir que se puede mercadear con los cuerpos de las mujeres, con nuestros cuerpos, para cumplir los deseos o expectativas de otros es validar la explotación reproductiva y aceptar que hay ciudadanos y ciudadanas de primera, segunda y hasta tercera categoría. Quizá vaya siendo hora de plantearse si queremos vivir en un mundo así.

Resulta significativo también que cuando la legislación se basa en un modelo altruista, como ocurre en países como Portugal, Reino Unido o Canadá, el número de mujeres que se preste a gestar voluntariamente sea anecdótico

En España los vientres de alquiler están prohibidos y se consideran una forma de violencia machista. A pesar de ello, un agujero legal permite que los niños y niñas nacidos en el extranjero puedan registrarse en España. Es incoherente. Y es lo que permite que muchas familias acudan a esta práctica en el extranjero para ver cumplidos sus deseos.

Hace tiempo leí una entrevista en la que Margaret Atwood admitía que su obra mostraba una sociedad tremendamente cruel aunque, matizaba, no había nada en ella que los seres humanos no hubieran hecho alguna vez. No puedo estar más de acuerdo. En nuestra mano está mostrar el rechazo a una práctica que perpetua la desigualdad.

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Marta Jaenes es periodista especializada en igualdad y políticas sociales.

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